domingo, 18 de agosto de 2013

Relaciones gay abiertas

Cualquier conocedor sabe que en el título hay una grave redundancia: relaciones gays abiertas. En toda relación de pareja gay, por funcional, chévere, fantástica y bella que sea, hay como mínimo un infiel. No existe al respecto punto de duda, y este post no pretende develar porqué, en esencia, somos infieles; eso lo aclararemos en otra ocasión. Más bien vamos a abordar con todo el realismo y toda la cruda honestidad posible cómo se puede ser feliz en una relación de pareja gay, abierta.

¿Cuál es la causa más frecuente de ruptura de una relación de pareja, gay o heterosexual? La infidelidad lisa y llana. De ahí surgen muchas variantes, como el desamor, la falta de compromiso, el mal sexo, la incomprensión y una larguísima lista de etcéteras, pero en principio los seres humanos estamos más propensos a perdonarle a nuestras parejas que nos amen poco a que nos pongan los cachos. Absurdo, porque en esencia, lo único que nos impide a nosotros ser infieles es la certeza de que una cachoneada implica riesgos y aquellos implican consecuencias: evitamos pecar no porque el pecado sea malo, sino más bien por el temor a que nos cojan con las manos en la masa y tener que pagar las consecuencias. El amor nada tiene que ver en eso. Uno puede amar sin razón ni medida, estar al borde de un precipicio llorando como para un video de Marisela, pero si llega a aparecer por ahí Cristiano Ronaldo y le sonrié… lo mínimo que hace cualquier mortal avispado es tomarle el email y el número de cel, y luego continuar con la escena de llanto.

Ahora que queda claro ese punto, pasemos a la posibilidad de aceptar que en nuestra relación haya un tercero, o un cuarto, o varios quintos y sextos.

Primero hay que verlo desde nuestra orilla. Se supone que antes de ser gays somos hombres y mujeres. Siendo heterosexuales, socialmente es plenamente aceptado e incluso estimulado que uno fantasee con tener en su cama a dos, tres o más bellezas. En eso se ha gastado Hugh Hefner media vida y muchas carátulas, igual que los editores de SOHO y todas las campañas de AXE y las chicas Águila. Pues bien, si los heterosexuales sueñan con tener de una sola sentada a varias nenorras que estén buenas y dispuestas a retozar no solo con un man, sino entre ellas, pues mis queridos lectores gays, nosotros tenemos todo el derecho del mundo a soñar con un viaje a los camerinos del Real Madrid, y así como no me imagino a un pseudogalán como Julio Sánchez Cristo diciéndole que no a un trío con las gemelas Dávalos, pues no veo porqué nosotros debiéramos abstenernos de una noche de placer con nuestro vecino el motociclista y, para ponerle más suspenso y emoción a la cosa, incluir a su mejor amigo Pancho que es estudiante de sociología en la Nacional. La única razón que nos ha impedido siempre vivir plenamente la posibilidad de la infidelidad, los tríos y otras interesantes variantes es el temor a que nuestra pareja de turno nos pille, por un lado, y la propia sensación maluca que nos queda de sentir que estamos fallando a un acuerdo de exclusividad.

Ahí es donde comenzamos a mirar desde la otra orilla. La posibilidad de ver a nuestras parejas, a las cuales amamos con alma, vida y sombrero, pasando lo más de bueno con otro, u otros… eso si no. Ahí si no. Se necesita tener mucho valor civil para aceptar y entender que la pareja de uno siente, ni más ni menos, que los mismos deseos, inquietudes y dudas que uno.

Lo dije al inicio: en cualquier relación de pareja gay hay como mínimo un infiel. Todos los que hemos tenido pareja estable sabemos que las mismas pasan por períodos evolutivos, y como todo aquello que nace, algún día morirán. Esa es la primera verdad. La segunda es que cuando superamos la ruptura, los más de buenas seguimos siendo amigos de nuestros ex, consolidando un vínculo fuerte basado más que nada en la honestidad que raras veces los humanos tenemos con nuestras parejas. Ahí es cuando comienza lo bueno. Cuando ya no nos une el vínculo afectivo o carnal, perdemos el miedo y contamos toda la verdad. A mayor cantidad de meses juntos, la suma de infidelidades va creciendo y en el hipotético caso de que alguno no las haya cometido (o no reúna el valor de asumirlo), el sabor que le queda a ese, al ingenuo, es que pudo haber hecho mucho más para sacarle partido a su relación.

Un querido amigo, ex amante, me lo sintetizó de este modo: “las cosas que evitamos hacer cuando nos enamoramos son las únicas que puedan mostrarnos si ese amor es real, si este amor es simple capricho o una pasión carnal. Si usted tiene el valor de ir al inodoro en presencia de su pareja en su primera noche en un motel, y él o ella se quedan, es una primera prueba de que ese afecto es real, basado en la mutua aceptación de nuestra naturaleza humana. Si, por el contrario, usted es de los que se escandalizan con un pedo y se horroriza de pensar que lo pescan tirándose uno, pues así de irreales y desubicadas serán sus relaciones afectivas”

Experimentar con otras variantes de nuestra sexualidad, además de la decorosa monogamia, es tan intimidante como pasar del cigarrillo marlboro a un porro de marihuana. Encaramos tales posibilidades basados en estudios de prestigiosas revistas, prejuicio e ignorancia. Una vez que nos atrevemos a nadar en esas aguas, lo más posible es que nos demos cuenta que tal cosa no merecía tanta propaganda ni tantas neuronas quemadas. Obviamente, no es lo mismo tener una saludable relación con Pepito Pérez, y tener la casi certeza de que Pepito sólo se acuesta con uno a pasar a prácticas arriesgadas y osadas más acordes con las cintas porno alemanas. Aquí no estoy invitando a eso sino a la posibilidad de ejercitar nuestro libre albedrío y aceptar que si una relación sólida y estructurada, basada en principios de amor, lealtad e integridad, termina por un simple polvo extraconyugal, sea éste propio o ejercido por mi pareja, entonces no es muy profundo lo que teníamos en la tal relación.


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